miércoles, 26 de mayo de 2010

Aroma de café

El mundo en el que viví poco tiempo atrás es completamente distinto al de ahora. El tiempo medido en horas, minutos y segundos no logra cuantificar el tiempo vivido en la otra dimensión, tanto así que hasta llegué a pensar que sería infinito.


El lugar me atrajo desde que lo conocí. Esos colores fuertes y brillantes impresos en las paredes, las grandes lámparas de papel y un profundo aroma a café caturra me conquistaron. Quise formar parte del lugar y trabajar en él por un tiempo. Entré por curiosidad, parecía una buena opción para cambiar de ambiente.


Todo era desconocido y nuevo. Desde el lugar físico hasta cada una de las personas que lo conformaban. Resultaba interesante ser el “bichito raro” del lugar y tener que preguntar todo: ¿dónde es la bodega? ¿Y la oficina? ¿Cómo hago este macchiato…? Respuestas que eran obvias para todos, para mí eran cruciales.


El trabajo iniciaba en las mesas: tomando los pedidos a los clientes, pasándoles sus cócteles, cafés o comida. La mejor parte era tener la oportunidad de compartir con muchas personas y la de observar la preparación de las bebidas por los bartenders. La meta de los nuevos era trabajar algún día en la barra.


Mi día llegó, estaba un poco nerviosa pues era un lugar al que frecuentaba mucha gente. Pero ahí estaba Andrés, mi compañero de trabajo que sería el supervisor por aquellas horas. Me sentía segura de estar con él pues lo admiraba muchísimo, era el mejor en la barra. Sacaba muy bien los cafés, ese capuchino espumosito, el punto exacto del latte, etc.


Era muy cuidadoso con la limpieza, todo lo quería tener en orden. Cuando preparaba un capuchino, tomaba una tacita mediana, la llenaba de una medida de espresso. Al mismo tiempo hacía la espuma de leche fría y luego la calentaba. Sobre la barra ya tenía listo un plato con la servilleta doblada y la cucharita. Ponía la taza sobre la mesa y sobre ella agregaba cuatro cucharadas de espuma y leche pura hasta que a la parte superior de la taza se le desbordaba la espuma característica del capuchino. Finalmente le echaba un poquito de canela en polvo. Ya está Paz, lleva el café, me decía con su tierna mirada.


Me enseñaba los trucos del café. Mira, para hacer este shakerato (café a la coctelera) tienes que batir con mucha fuerza a los hielos dentro del vaso, hasta que escuches esto, ¿si me entiendes?, decía. Así poco a poco fui aprendiendo y me fui encariñando. Nuestro lenguaje en común mientras trabajábamos era la música, la de Charly “el gran varón” como lo llamaba, era su preferido. Le gustaban las canciones tranquilas.


No nos conocíamos mucho pero me dijo que sentía conocerme desde hace tiempo, a mí me pasaba algo similar. Parecía un niño, revelaba inocencia y dulzura en su mirada. Tenía el cabello negro y ensortijado. Había abandonado sus estudios universitarios porque se desilusionó de la carrera en ingeniería de sistemas y comenzó a trabajar. Ahora se encontraba a gusto con su trabajo sin descartar la posibilidad de regresar a los estudios pero esta vez de negocios internacionales.


Entre tazas, copas, platos y cucharas lo conocí. Me volví parte del inventario del Café, trabajaba por la tarde y noche, y en la mañana cuando podía me daba una vueltita por ahí porque sabía que era su turno de trabajo. Él también hacía lo mismo. Pronto algunas personas del trabajo empezaron a sospechar algo y por supuesto este tipo de relaciones no eran permitidas. Tuvimos que mantenernos en secreto.


Era divertido y emocionante porque había un riesgo, ese ingrediente que le hace interesante a las cosas. Lo que no estaba permitido era aún más atractivo. Darse un beso consistía en estructurar un complejo plan en el que podríamos estar los dos juntos unos 5 segundos y sin “moros en la costa”.


Comenzamos a vernos en las pocas horas libres que teníamos. Su padre se encontraba con un grave estado de salud y estuvo por un largo tiempo interno en un hospital. Por lo que muchas veces ese era nuestro destino. Caminábamos por las calles de la ciudad, mientras conversábamos sobre el Café. Teníamos la idea de abandonar el lugar pues pronto se abrirían las matrículas en la universidad.


Nuestros mundos eran muy diferentes, aprendimos uno del otro, pero al final cada uno escogió su camino. El mío, seguir los pasos de la italiana Orena Falacci: le aposté al periodismo. Él estaba indeciso entre el trabajo y sus estudios, quien sabe. Lo que era seguro era nuestra despedida o un hasta entonces. Así mi tiempo llegó a su límite, lo que se hacía interminable acabó y regresé a la vida entre los libros y la escritura.

Fotografía: andalucia imagen

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